Como alguna vez le leí a Jordan Furlong, la tecnología llega a la fiesta más tarde de lo esperado, pero inevitablemente siempre termina llegando.

En el mundo legal estábamos esperando con tanta ansiedad la llegada de la tecnología que llevo oyendo a muchos hacer predicciones desproporcionadas, a otros hablar sin saber y a no pocos decir tonterías. Y el COVID-19 no ayudó mucho a la razón: muchos vieron en la pandemia el fin del mundo que conocíamos o un momento en la historia del cual se hablaría de un antes y un después. Pero la historia del enfermo que una vez recuperado vuelve al estilo de vida que lo llevó a enfermarse parece haberse hecho realidad.

Sin embargo, peor que el virus del COVID-19 fue el término LegalTech, que inundó todo. Si se hablaba de futuro se hablaba de LegalTech; si pensábamos en la educación legal, el concepto de moda era LegalTech; si se escribía una columna de opinión, había que escribir algo de LegalTech. Los abogados del futuro debían ser entrenados para el LegalTech. Incluso algunos llegaron al extremo de sostener, sin mucha reflexión, que los abogados debían aprender a programar si es que querían lograr alguna posición en el mercado del futuro.

Las herramientas del LegalTech ayudarían a automatizar tareas legales con la ayuda de softwares, permitiendo digitalizar y acelerar el desarrollo de diferentes tipos de tareas dentro de las firmas o departamentos legales con el objeto de elevar los índices de eficiencia y productividad.

Lo que hoy tenemos en frente es algo muy distinto: los avances de la inteligencia artificial nos pueden estar moviendo hacia una nueva era de la historia económica de la humanidad y, por lo tanto, a una nueva ‘economía legal’.

Mientras la automatización implica el uso de la tecnología para eliminar la intervención humana -cuestión que llevamos haciendo desde hace años al existir una larga historia de cambios tecnológicos en la forma de trabajar de los abogados-, con la inteligencia artificial no sabemos hacia dónde nos llevará.

Los modelos de lenguaje de gran tamaño (large language model o LLM), como el ChatGPT, con el que seguro más de algún abogado ha estado ‘jugando’ estos días, no son más que una aplicación del aprendizaje profundo. Y es la combinación de computadoras más potentes, más datos y mejores métodos, lo que hace suponer que esta tecnología está mejorando a una velocidad superexponencial, por lo que es difícil imaginar dónde estaremos en cinco años más.

La discusión que ha surgido recientemente en torno a los avances de la inteligencia artificial plantea dos posibles escenarios: por un lado, la continuación de un crecimiento superexponencial que hemos presenciado desde 2012, lo cual abriría nuevas fronteras desconocidas hasta ahora; por otro, la opción de detener el avance y entrar en una etapa de un invierno de la inteligencia artificial.

Con todo, cualquiera sea el escenario futuro de corto plazo, será difícil pedirle a la inteligencia artificial que se retire de la fiesta y su adopción cada vez más generalizada en la economía mundial traerá cambios radicales en los modelos de negocio, el mercado de trabajo y en nuestras vidas.

En una columna publicada en The New York Times el 19 de marzo de 2017, Steve Lohr mostraba que la inteligencia artificial ya estaba haciendo trabajo jurídico, pero no estaba sustituyendo a los abogados, todavía. Sin embargo, los recientes avances comienzan a poner de relieve lo cerca que estamos de una realidad en la que esto será así.

Ahora bien, aunque cualquier análisis o predicción puede ser a estas alturas apresurado, hay una cuestión en la que me gustaría invitar a pensar. Se trata del modelo de negocio de los despachos de abogados, el que, sabemos, se mantiene más o menos inalterado desde fines del siglo XIX. Este modelo de negocios se construye en base al apalancamiento o leverage, y de esa forma los ingresos de los socios no se generan únicamente por las altas tarifas por hora que cobran, sino que de su capacidad para apalancar las habilidades profesionales de los abogados senior con el esfuerzo de los abogados junior. De allí que la ratio “abogado-socio” es un dato clave a la hora de evaluar si un despacho se encuentra bien estructurado en relación con su modelo de negocio.

La idea de los abogados mayores de apalancarse en uno o más abogados jóvenes que los apoyaran en su trabajo está en el origen de las firmas legales. En efecto, cuando a fines del siglo XIX la demanda por servicios legales aumentó como consecuencia de una mayor actividad empresarial, los abogados salieron a buscar a los egresados de las mejores escuelas de Derecho para incorporarlos a sus despachos bajo la promesa de ser socios algún día.

Lo anterior terminó evolucionando hasta que surgieran las grandes firmas de abogados, las que hicieron crecer la base de la pirámide a fin de hacer más productivo y rentable el negocio. ¿Qué pasará cuando los abogados puedan apalancarse en la inteligencia artificial y no en unos cuantos abogados junior?

Pensemos en una operación de compra de una gran compañía. El cliente que piensa comprar una requiere de sus asesores legales para el due diligence, trabajo poco sofisticado, pero que requiere de muchas horas de trabajo de revisión de documentos legales. Necesitará que sus abogados participen de las negociaciones y de la redacción de los contratos asociados a la operación. Y seguramente requerirá de asesoría legal para dar respuesta a todas las alternativas ficales, laborales y comerciales que se necesitan para el éxito de la misma.

Para un abogado que trabaja solo, por muy talentoso que sea, una tarea de esa magnitud es imposible de abordar. Por ello resulta más atractivo para el cliente recurrir a un despacho mediano o grande que pueda ofrecerle un equipo de abogados que se hagan cargo de los distintos aspectos de la operación.

Sin embargo, mañana la situación podría ser distinta. Ese abogado que trabaja solo podría apalancarse en distintas herramientas de inteligencia artificial que le permitirán ofrecer el mismo trabajo que el que hoy ofrece un despacho mediano o grande que está apalancado en varios abogados junior. Incluso la gran firma de abogados podría comenzar a prescindir de abogados junior, reemplazándolos por tecnología, lo que debería tener un impacto directo en los precios, haciendo aún más intensa la competencia.

Ya sea que el abogado que trabaja solo ahora pueda ofrecer un trabajo más intenso en horas, o que las grandes firmas terminen bajando sus costes al prescindir de tantos abogados junior, el efecto es el mismo: aumenta la competencia, hace disminuir los precios y las rentas se distribuyen; descontado el problema laboral que enfrentarán las próximas generaciones de abogados.

Como alguna vez me mostró mi socia Lidia Zommer, las firmas de abogados se parecen a una banda de jazz. La principal característica del jazz es que no se trata de una estructura dirigida a una partición, sino que se basa en la improvisación y la libre interpretación. El director de la banda se encarga de ayudar a los músicos a unificar sus criterios en cuanto a tempo, afinación y musicalidad, a fin de lograr la melodía buscada.

En la abogacía pasa algo similar. Los equipos legales al interior de una firma de abogados deben explotar al máximo su creatividad y conocimientos, siempre dirigidos por un abogado senior que, con su criterio y experiencia, permite que se logre el resultado buscado por el cliente.

Con la inteligencia artificial lo que desaparece son los músicos (abogados juniors), pero el director (socio) sigue siendo relevante, salvo que ahora su banda (equipo) será un conjunto de softwares que le permitirán hacer sonar la música al ritmo del cliente.

Es difícil imaginar el futuro, más cuando se viven tiempos de profundos e intensos cambios en muchos frentes de la vida económica y social, y los abogados no estamos preparados para los cambios.

Los desafíos para el mundo legal que se avecinan son múltiples. Deberemos repensar la educación legal, el Derecho y la abogacía, y las firmas de abogados -las grandes, pero también las pequeñas- deben entender que el negocio de servicios legales será distinto en los próximos años y, muy probablemente, las oportunidades queden únicamente para el director de orquesta.

Rafael Mery. Socio director de Mirada 360 LATAM

Este artículo ha sido publicado originalmente en Cinco Días

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